domingo, 2 de noviembre de 2008

La humanidad de Jesús


Nos gusta representarnos a Jesús.

No simplemente imaginarlo.

O imaginarlo, si queremos,

pero fundados en los relatos evangélicos

y en los datos que tenemos

de aquel tiempo por la historia y por la arqueología.

¿Cómo era Jesús?

¿Cómo se comportaba?

A mí me gusta pensar en un detalle

que no suele ser considerado,

pero que me parece evidente:

Jesús fue formado o educado por su madre,

por la maravillosa mujer,

que sin duda fue María.
Es verdad que Jesús era Dios,

pero si se encarnó verdaderamente,

tuvo que vivir una vida plenamente humana

y aprender y madurar igual que cualquier

otro ser humano.

Y las mujeres siempre han actuado

como educadoras de los niños,

de sus propios hijos,

y más en aquel tiempo en que

no existían los jardines

de infancia ni las escuelas elementales.
Las mujeres han sido siempre las grandes transmisoras

de los valores culturales y, sobre todo, morales y religiosos.

Así que es evidente que Jesús

aprendió a rezar y a conocer a Dios con su madre.

Ella le enseñó a amar a los pobres y

desgraciados, a sentir compasión y ternura,

a servir a Dios en los hombres y

a amarle con “todo su corazón”.
Puede parecer sorprendente esto,

porque parece como invertir el orden “teológico”;

María no era mas que una humilde “esclava” del Señor,

y Él era el mismo Dios.

Pero si lo pensamos en el contexto de una verdadera

Encarnación no pudo ser de otra manera;

Jesús era un verdadero niño,

cuyos ojos y corazón se abrían a un mundo

enteramente nuevo para él.

Y como niño tuvo que aprender

y madurar, adquirir principios y normas de comportamiento,

formular juicios sobre el mundo y los hombres,...
Desde luego, nada sabemos de esos treinta misteriosos años

en que Jesús vivió una vida oculta y “normal”.

Tan normal que pasó, al parecer,

desapercibida para todos sus contemporáneos.

Lo podemos imaginar como niño de la mano de su madre

o de San José caminando por aquellos caminos de Galilea,

peregrinando a Jerusalén para la Pascua,

asisitiendo a fiestas y bodas,

y a entierros, trabajando probablemente,

según dicen ahora, como albañil o carpintero,

en las obras públicas que por aquellos años

se hicieron en las ciudades de la orilla del lago de Genesareth.
Jesús tuvo amigos, quiso a la gente, sufrió y amó.

Tuvo una verdadera vida humana.

Pues de lo contrario no se habría encarnado.

Sería un fantasma. O una ficción literaria.

Y tuvo una madre que tuvo una influencia decisiva sobre él,

hasta el punto de que incluso en su vida adulta

vivía todavía con ella, pues al pie de la cruz

“se la entregó” al discípulo amado.

Jesús y María. Absolutamente unidos.
Hay muchos relatos en los evangelios

que nos dicen algo sobre el corazón y

la persona de aquel hombre extraordinario.

Voy a referirme a algunos.

Por ejemplo, nos dice el evangelio que

en una ocasión Jesús se encontró con un entierro.

Llevaban a enterrar a un joven,

hijo único de su madre, que era viuda.

Jesús se conmovió, mandó parar a la comitiva,

y dijo a la mujer: no llores.
Sabemos el resto del relato.

Jesús hizo que aquel joven se levantara de la muerte y

se lo entregó a su madre.

Este fue el milagro.

Pero a mí más que el milagro me interesan los detalles:

Jesús se conmovió, comprendió aquella deplorable situación,

se movió a compasión, y dijo a la mujer:

no llores. Ya con esto me basta.

Porque nos demuestra que Jesús tenía un corazón

lleno de amor y de sabiduría.
Hay otras escenas que nos lo representan

como verdaderamente humano y próximo.

Así nos dice el evangelio que Jesús amaba a Marta,

a María y a su hermano Lázaro,

y se sentaba con ellos a comer,

y, al parecer, pasaba con ellos buenos ratos.

Cuando murió Lázaro,

Jesús tuvo un gran disgusto y,

nos dice el evangelio, que al ver llorar a Marta,

él “se conmovió en sus entrañas”,

dice literalmente, y lloró.

Se trataba, por lo tanto, de una persona “normal”,

con sentimientos y emociones.
En otra ocasión nos dice también el evangelio

que al ver a la multitud de la gente que le seguía

se conmovió, sintió compasión,

porque eran como “ovejas sin pastor”,

y, a pesar del cansancio,

se puso a enseñarles con calma.
Hay otros muchos detalles.

El relato de la mujer adúltera de Juan 8,

es uno de los más hermosos.

“- ¿Nadie te ha condenado?

– Nadie, Señor

– Yo tampoco te condeno;

vete y no peques más “.

Pero hay otros muchos.

Estamos a veces tan empeñados en

encontrar lecciones y teología en los evangelios

que se nos escapan muchas

veces los detalles que hacen de esos relatos

un auténtico poema sobre el hombre

más maravilloso que ha existido.

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